22/1/09

Pakistan Long John




Andrés se levantó de la cama una mañana. Una mañana especialmente fría. Al parecer, un frente siberiano había llegado durante la madrugada y había hecho bajar la temperatura de la ciudad. Andrés se asomó por la ventana y miró las calles pálidas y los jardines blancos por la helada. Se tomó su tiempo para observar la gélida neblina que lo bañaba todo. Entre legañas y bostezos, miraba a la gente con sus andares encogidos por el frío y el vaho tenue que salía de las alcantarillas. Hacía un frío que te cagas.

Andrés, cuando se hubo despertado por completo, decidió que necesitaba comprarse algo de ropa para combatir aquel gélido día. Así que sin dudarlo ni un segundo más, se puso un chándal y un abrigo y bajó corriendo a la tienda de lencería-calzoncillos-ultramarinos-chino-droguería-panadería que tenía en la esquina y se compró unos leotardos-camiseta de esos amarillos de algodón gordo, marca Long John y made in Pakistan, que le ayudarían a combatir aquel clima polar.

Subió corriendo a casa con los leotardos bajo el brazo, con una mezcla de emoción, alivio y alegría, cerró la puerta de un portazo, y se desnudó rápidamente. Hacía tanto frío que Andrés tenía la piel de pollo y los pezones para cortar cristal. Los dientes le castañeaban y ante la duda de si los Long John convalidaban como gayumbos o no, decidió optar por la vía rápida y se los puso encima de los calzoncillos para que diesen más calorcito.

Andrés salió a la calle poco después. Con alegría descubrió que su idea había funcionado y que no tenía nada de frío. Sólo unas gélidas punzadas de dolor en su nariz y sus mejillas le recordaban el frío que hacía en el exterior. Un calorcillo de lo más agradable le recorría el cuerpo y a pesar de las dificultades de movimiento por las numerosas capas de ropa que Andrés se había puesto encima y que los gayumbos que llevaba bajo los Long John se le estaban metiendo por el culo, no dudó en esbozar una sonrisa, erguirse y caminar con orgullo.

Andrés era todo felicidad. Jugueteaba haciendo globos de vaho con el aliento y había decidido que esa mañana, caminaría sólo por los adoquines impares de la calle. Se compadecía de los transeúntes que a su alrededor se retorcían y tiritaban de frío dedicándoles una mirada amable, aunque a algunos, no dudaba en mirarles con aire de superioridad y suficiencia.

Poco a poco, a medida que iba llegando a su trabajo, empezó a percibir que el calor que sentía, agradable y reconfortante como mínimo, se incrementaba en su entrepierna por el constante movimiento del paseo y no tardó en notar que le estaban sudando los huevos. Para Andrés, el hecho de que le sudaran los huevos, no era algo demasiado agradable, pero sabía que era el precio que debía pagar por el calorcito que sentía. Esa temperatura ótima conseguida para combatir las más extremas temperaturas, bien valía una buena sudada de huevos y ese olorcillo entre dulzón y rancio, a huevo sudao.

Andrés continuó su camino con tranquilidad, mirando a su alrededor, observando la neblina fría que rodeaba todo y su respiración convertida en un humillo volátil y pesado. Andrés caminaba despacio. Iba bien de hora. Pero poco a poco, paso a paso, una duda le entraba y le preocupaba. El calor de su entrepierna aumentaba por momentos. Un sudor desagradable le empapaba la cara interna de los muslos. Andrés estaba incómodo. Mojado. El calor que se concentraba en sus partes nobles empezaba a ser realmente molesto. Le abrasaba el culo y el roce de sus cojoncillos con sus piernas a cada paso, le provocaban una dolorosa mueca. Andrés empezó a oler a pelo quemao. Se asustó. Justo cuando empezaba a arrepentirse de haber comprado los Long John aquella mañana, un pellizco le atrapó los huevos con una brutalidad atroz y abrasadora. Andrés pensó que los gayumbos se le habían metido definitivamente por el culo y la tensión de la tela le estaba castigando sus huevecillos sudados sin piedad. Se quitó los guantes y empezó a hurgarse la entrepierna intentando sacar el tejido de su culo. Con cada movimiento, con cada intento, Andrés notaba que el pellizco, que la presión, no dejaba de incrementarse. Andrés estaba ahora parado, en medio de la calle, sudando, moviéndose torpemente, intentando sacarse los calzoncillos del culo, con la gente mirándole a su alrededor entre risas y caras de asombro. Se quitó el abrigo, el jersey. El calor y el dolor era tan insoportable que le importaba una mierda el frío del exterior o las miradas atónitas de la gente. Andrés intentaba liberarse de la presión, de aquel dolor punzante, del calor horrible que se concentraba en sus huevecillos. Andrés se metió la mano por detrás, dentro de los pantalones y descubrió, con asombro, que los calzoncillos los tenía perfectamente colocados. El dolor era atroz. Le dolían los huevos y el ano le abrasaba. Notó que algo áspero y seco se le metía por el culo. Andrés se puso realmente nervioso y empezó a agitar las manos, como pidiendo ayuda. La gente no parecía darse cuenta del mal rato que Andrés estaba pasando y se limitaban a pasar de largo con miradas curiosas y como buscando una cámara oculta. Andrés se cayó al suelo. La lengua se le había secado por completo y una tos horrible le amartillaba la garganta. Andrés, a cuatro patas sobre el frío pavimento, intentaba expulsar lo que le oprimía la garganta metiéndose las manos en la boca. La gente a su alrededor, pareció percatarse de que Andrés no estaba fingiendo y algunos le ofrecían su ayuda. Andrés, les miraba con la cara roja y los ojos desencajados. Andrés se asfixiaba. Algo de textura algodonosa le vino a la boca en una arcada sorda y lo intentó escupir. De su boca empezaron a salir bolitas de pelo, parecidas a las de los jerseys malos y viejos, que caían al suelo lentamente y con dulzura. Andrés arropado ahora por una multitud, con la cara roja por la asfixia, cogió una de estas bolitas y la miró entre ataques de tos seca y lastimosa. La bolita, azulada, se movía en la palma de su mano. Correteaba de un lado para otro mientras crecía poco a poco con cada vuelta que ésta daba sobre sí misma. Andrés observó con pánico como las otras bolitas que estaban en el suelo, hacían lo mismo, corretear y crecer. Andrés no podía creer lo que estaba viendo e intentó levantarse. Intentó huir. Cuando se estaba apoyando en la decena de manos que intentaban ayudarle, otra arcada horrible le hizo caer al suelo de nuevo, y escupió, poco a poco y con miserable angustia, un trozo de tela a cuadros azules y verdes. Andrés reconoció la prenda de inmediato. Eran sus gayumbos. Los que se había puesto debajo de los Long John aquella mañana. Andrés notó cómo las manos que intentaban ayudarlo se apartaban con horror. Andrés levantó la vista y observó miradas de desprecio, asco y miedo en las caras de las personas que intentaban ayudarlo. Miró los gayumbos que acababa de vomitar, y le sorprendió ver que estaban perfectamente secos.
Andrés sentía un alivio tranquilizador ahora que podía respirar libremente. Se incorporó. La gente le miraba asqueada mientras se apartaban poco a poco. Andrés, sin embargo, se encontraba bien. Ligero, como si todo el peso de su cuerpo hubiese desaparecido. Andrés no sentía ni calor ni frío. Se quitó los pantalones. Alguien le cogió del brazo para interesarse por él. Andrés notó que su brazo se había convertido en algo blandito. En algo acolchado y suave. Intentó remangarse el Long John y descubrió con asombro que no podía. Su piel se había convertido en un 60% de algodón y un 40% de Polyester. Notaba pelusillas en sus sobacos y fibras microscópicas de tejido algodonoso crecerle y acariciarle las mejillas. Se palpó. Se apretó la barriga y descubrió que estaba relleno de lo mismo que las almohadas viejas, las de las casas de los abuelos. Se tocó los huevecillos. Nada. La gente empezó a mirarle raro, con extrañeza. Alguien llamó a una ambulancia. La piel de Andrés se estaba convirtiendo en un tejido parecido al de las camisetas interiores. Entre blanco y amarillo. Alguien empezó a gritar. Andrés empezó a correr. Nadie intentó detenerlo y andrés descubrió con asombro que sus movimientos eran suaves, ligeros y delicados. No sabía a ciencia cierta si seguía siendo humano o si podría considerarse como tal. Se había convertido en un ser achuchable, en un hombre de algodón. No sabía a dónde ir ahora. No tenía certeza de poder volver a su pequeño pisito del centro de la ciudad, o si por el contrario, tendría que pasar las noches en un Toys R´Us el resto de su vida. Andrés tenía dudas acerca de su futuro y porvenir. Se preguntó si a partir de ahora tendría que bañarse en Mimosín o si sus hijos serían de peluche, si tendría que darlos en adopción a las ferias ambulantes, a algún puesto de escopetas o alguna tómbola que los regalaría en vez de los perros piloto. Andrés pensó en qué hacer con su vida. Pensó en dedicarse a la danza, en ser maniquí, dummy para las pruebas de coches o muñeco de atrezzo para el pasaje del terror. Andrés se maravilló con la cantidad de trabajos y posibilidades que se habían abierto de pronto ante él y por primera vez en algún tiempo, fue feliz. Andrés, por fin, era especial.

3 comentarios:

  1. Vaya con el Winnie the Pooh...que nos ha salido peluchito!! es una gran historia, pichón, muy romántica aunque, por momentos, pelín dramática.
    Qué sufrimiento, la Virgen...alcanzará esta historia la misma popularidad y éxito que la otra?????

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  2. Jamás volveré a salir con el pantalón del pijama debajo del de vestir. I promise.

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  3. Andrés se había pegado la gran fumada antes de bajar a la tienda de lencería-calzoncillos-ultramarinos-chino-droguería-panadería que tenía en la esquina, ¿verdad?

    Muy bueno, pollo!

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