21/1/09

Raspas y el coche a-topista


Un día fui Raspas.

Por la mañana Raspas tenía resaca, mala cara y aún conservaba un mapa casi cicatrizado de arañazos en la espalda. Misterios. Vestía unos cómodos pantalones de pintor de color negro, unas chanclas DC que le había regalado el Pappa Yisas, una camiseta blanca y unas gafas granates que se le rompieron un año después en el creamfields con gran dolor de su corazón. No era un atuendo muy elegante para ir por una ciudad tan pijeras como Santander un día de verano, cosa que le granjeaba bastantes miradas no tanto recriminatorias como asqueadas. Pero todo aquello a Raspas se la traía floja, suficiente tenía con seguir a sus tres amigos mientras con su dolor de cabeza y en movimiento trataba de compaginar la ingestión de un bocadillo de sardinas con una afanosa y atenta lectura del diario AS.

El AS en agosto es casi un folletito de apenas treinta páginas, pero como uno suele estar de vacaciones y tiene más tiempo, en lugar de hacer como el resto del año y leerse sólo los titulares y la información del Madrid, se lo empapa entero, de pé a pá. Raspas terminó de leer el periódico pero no estaba contento del todo, quizá fuera que sus ansias de información no habían quedado saciadas con tan escueto diario, quizá se tratara de una mala mezcla entre la resaca y el calor que ya empezaba a hacer, o quizá el problema consistiera en el ya extinto bocadillo que había pasado a ser una terrible bola en la garganta que ni pa atrás ni palante. Cosas de la deglutación compulsiva en movimiento.

El paseo continuaba. No es que el coche estuviera lejos, sino que la noche anterior habían llegado tan ciegos que nadie recordaba dónde lo habían dejado. Hecho que les traía desde hacía más de veinte minutos dando vueltas por las mismas calles con el consiguiente cante que pegaban y que, sumado a un aspecto del rollo homeless-ravero, les había hecho merecedores de la desconfianza general de los viandantes. Como Raspas pensó que aquello iba para largo decidió llegarse a un kiosko y comprar El Mundo y una lata de coca-cola que le ayudara a pasar el bolondrio, pero cuando llegó allí y cogió el mencionado periódico comprendió que era absurdo, que se estaba engañando a sí mismo…cayó en la cuenta de que tenía que contrastar las noticias. Reconsideró su elección y se alejó de allí dando un largo y revitalizante trago de coca-cola y con un flamante ejemplar del Marca bajo el brazo. Raspas empezaba a estar contento.

Al fin llegaron al coche y pusieron rumbo al lugar que tenían prefijado; era aproximadamente una hora y algo de camino hasta la playa de Oyambre, disfrutando del paisaje, yendo con la calma. Raspas abrió el Marca y lo extendió sobre sus piernas, y antes de comenzar su lectura sacó otros dos papeles que colocó en forma de L. Píctor, el conductor, lo miró realizar esta operación y supo al instante que el viaje era cosa hecha.

La playa de Oyambre es cojonuda. En cuanto llegaron supieron que no habían errado el tiro yendo hasta allí. Raspas dejó la toalla, se dirigió directamente al agua y aunque siempre ha sido un tipo friolero entendió que debía zambullirse y nadar un rato, que le vendría bien. Raspas se adentró en el mar corriendo hasta que el agua le impidió continuar a pie y hubo de lanzarse a nadar. Al principio pensó que no fue buena idea cuando los huevos se le contrajeron con dolorosa celeridad hasta quedar reducidos a dos testimoniales canicas, pero en lugar de entregarse a la queja y el lamento, Raspas pensó, no supo por qué, en la maravilla de la ingeniería que resultaban ser los cojones y que, aparte de ser feos como poyuelos de loro, son la leche de listos, viven fresquitos fuera del cuerpo y cuando tienen rasca vuelven a casa. Raspas llegó a pensar que era algo casi conmovedor.

Pero la playa de Oyambre resultó ser también mágica. Allí vio aparearse a dos leones marinos, vio su danza de cortejo, escuchó el lenguaje leonmarinil y guardó aquella imagen en la retina consciente en aquel mismo instante de que nunca podría explicar a nadie, con toda la intensidad necesaria, la profunda y agradable sensación de bienestar que sintió en ese momento. Luego raspas volvió a tener ocho años, jugó a la pelota con su fantasma y con otro amigo durante más de una hora y luego, cuando echó la vista hacia el mar, vio emerger de él un atlante bondadoso con el orbe terráqueo sobre los hombros y una maraca en cada mano. Lo de las maracas no lo entendió muy bien, pero lo que le restaban en grandilocuencia y seriedad, se lo devolvían con creces en afabilidad y espíritu de cachondeo. Era un atlante atípico.

Después comieron todos algo salvo Raspas, que para eso era Raspas, y volvieron despacio hasta el coche. La tarde iba ya cayendo y se esperaba una noche divertida cuando se juntaran con el resto de la manada a la que muy de mañana habían dejado durmiendo un merecido sueño en la casa que tenían alquilada.

Mientras circulaban por las carreteras de Cantabria de vuelta a Santander, Raspas bajó la ventanilla, contento con el día que había tenido hasta entonces. Un aire templado le golpeaba la cara, con la violencia justa y una canción que nunca había escuchado hasta entonces sonaba a todo trapo por los altavoces. Raspas pensó que era la canción perfecta para ese momento, se sentía bien con aquella mezcla de estímulos. De modo que cuando la canción terminó, metió de nuevo la cabeza en el coche un poco sonado por el ruido del viento contra los oídos y pidió por favor que volvieran a repetir esa canción. Nadie puso pegas. Después de aquello, cada vez que la canción terminaba, un dedo se acercaba al botón y la volvía a poner, ya sin preguntar. Era un vínculo que flotaba en el aire entre los cuatro amigos, que no hablaron ni una sola palabra en todo el viaje. No era necesario. Cada uno a su manera estaba disfrutando de la misma intensa alegría.

Esa sensación de libertad que otorga la perspectiva de doce días más de vacaciones; cuando ya eres lo suficientemente adulto para saber que el tiempo, con su psicótica manera de hacerlo, pasará, y sabes que cualquier vez puede ser la última vez en que las cosas sean hermosas de ese modo, antes de que los falsos imperativos de la edad o de las supuestas necesidades lo echen todo a perder.

Casi ha pasado un año y medio desde entonces y las cosas efectivamente han cambiado. Nunca he vuelto a ser Raspas, las cosas no han vuelto a ser hermosas de ese modo; aunque casi. Supongo que es lo suyo.

Evoco todo esto porque hoy Píctor me ha dicho que se tiene que desprender del coche; culpa de la crisis, las empresas, las fluctuaciones de la economía mundial…el mercado de divisas. Y también de Solbes, que, por otra parte, vaya tela.

Ahora este coche, nos consta, lo cogerá un abogado pichafría, niñato y cachigordo, Un pibe gris que no sabrá que este coche siempre hablará de Raspas, de Pictor, de los leones marinos y los atlantes. Ya nadie va a llevarle al Creamfields, ni al Weekend, ni tamoco als playas de Oyambre o de La Lanzada; ya nadie temblará de pura emoción dentro de él. No de esa manera.

Este inerte cacho de metal al que sólo nosotros le hemos otorgado la vida y el alma que tiene, nos va a echar mucho de menos, casi tanto como nosotros a él. Sólo espero que de algún modo sepa que, aparte de Raspas, somos muchos los que le llevamos para siempre en el corazón.

Adiós amiguete.

1 comentario:

  1. Enorme.
    Qué pena me da ahora que lo pienso... cuando pongan cds de Vivaldi, de Lole y Manuel, de David Bisbal, el coche mirará para sus adentros, investigará, ojeará entre sus válvulas y bujías y entenderá, que ya nunca habrá Justicia, ni demasiados Djs, ni le echarán de los parkings por poner la música a todo trapo... Ese coche... ya no será lo mismo...

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