29/1/09

Oren Lavie (Her Morning Elegance)

Me acaban de pasar un videoclip de lo más guapo. Es de Oren Lavie, que presenta un nuevo Single: Her Morning Elegance. Basado en la técnica del Stop-Motion, nos enseña una bonita manera de despertar o de soñar. Allá cada cual.

25/1/09

MGMT Electric Feel (Justice Mix)

Mira primo que versioncilla se han currao estos...

A mí me ha encantao oye...

22/1/09

Pakistan Long John




Andrés se levantó de la cama una mañana. Una mañana especialmente fría. Al parecer, un frente siberiano había llegado durante la madrugada y había hecho bajar la temperatura de la ciudad. Andrés se asomó por la ventana y miró las calles pálidas y los jardines blancos por la helada. Se tomó su tiempo para observar la gélida neblina que lo bañaba todo. Entre legañas y bostezos, miraba a la gente con sus andares encogidos por el frío y el vaho tenue que salía de las alcantarillas. Hacía un frío que te cagas.

Andrés, cuando se hubo despertado por completo, decidió que necesitaba comprarse algo de ropa para combatir aquel gélido día. Así que sin dudarlo ni un segundo más, se puso un chándal y un abrigo y bajó corriendo a la tienda de lencería-calzoncillos-ultramarinos-chino-droguería-panadería que tenía en la esquina y se compró unos leotardos-camiseta de esos amarillos de algodón gordo, marca Long John y made in Pakistan, que le ayudarían a combatir aquel clima polar.

Subió corriendo a casa con los leotardos bajo el brazo, con una mezcla de emoción, alivio y alegría, cerró la puerta de un portazo, y se desnudó rápidamente. Hacía tanto frío que Andrés tenía la piel de pollo y los pezones para cortar cristal. Los dientes le castañeaban y ante la duda de si los Long John convalidaban como gayumbos o no, decidió optar por la vía rápida y se los puso encima de los calzoncillos para que diesen más calorcito.

Andrés salió a la calle poco después. Con alegría descubrió que su idea había funcionado y que no tenía nada de frío. Sólo unas gélidas punzadas de dolor en su nariz y sus mejillas le recordaban el frío que hacía en el exterior. Un calorcillo de lo más agradable le recorría el cuerpo y a pesar de las dificultades de movimiento por las numerosas capas de ropa que Andrés se había puesto encima y que los gayumbos que llevaba bajo los Long John se le estaban metiendo por el culo, no dudó en esbozar una sonrisa, erguirse y caminar con orgullo.

Andrés era todo felicidad. Jugueteaba haciendo globos de vaho con el aliento y había decidido que esa mañana, caminaría sólo por los adoquines impares de la calle. Se compadecía de los transeúntes que a su alrededor se retorcían y tiritaban de frío dedicándoles una mirada amable, aunque a algunos, no dudaba en mirarles con aire de superioridad y suficiencia.

Poco a poco, a medida que iba llegando a su trabajo, empezó a percibir que el calor que sentía, agradable y reconfortante como mínimo, se incrementaba en su entrepierna por el constante movimiento del paseo y no tardó en notar que le estaban sudando los huevos. Para Andrés, el hecho de que le sudaran los huevos, no era algo demasiado agradable, pero sabía que era el precio que debía pagar por el calorcito que sentía. Esa temperatura ótima conseguida para combatir las más extremas temperaturas, bien valía una buena sudada de huevos y ese olorcillo entre dulzón y rancio, a huevo sudao.

Andrés continuó su camino con tranquilidad, mirando a su alrededor, observando la neblina fría que rodeaba todo y su respiración convertida en un humillo volátil y pesado. Andrés caminaba despacio. Iba bien de hora. Pero poco a poco, paso a paso, una duda le entraba y le preocupaba. El calor de su entrepierna aumentaba por momentos. Un sudor desagradable le empapaba la cara interna de los muslos. Andrés estaba incómodo. Mojado. El calor que se concentraba en sus partes nobles empezaba a ser realmente molesto. Le abrasaba el culo y el roce de sus cojoncillos con sus piernas a cada paso, le provocaban una dolorosa mueca. Andrés empezó a oler a pelo quemao. Se asustó. Justo cuando empezaba a arrepentirse de haber comprado los Long John aquella mañana, un pellizco le atrapó los huevos con una brutalidad atroz y abrasadora. Andrés pensó que los gayumbos se le habían metido definitivamente por el culo y la tensión de la tela le estaba castigando sus huevecillos sudados sin piedad. Se quitó los guantes y empezó a hurgarse la entrepierna intentando sacar el tejido de su culo. Con cada movimiento, con cada intento, Andrés notaba que el pellizco, que la presión, no dejaba de incrementarse. Andrés estaba ahora parado, en medio de la calle, sudando, moviéndose torpemente, intentando sacarse los calzoncillos del culo, con la gente mirándole a su alrededor entre risas y caras de asombro. Se quitó el abrigo, el jersey. El calor y el dolor era tan insoportable que le importaba una mierda el frío del exterior o las miradas atónitas de la gente. Andrés intentaba liberarse de la presión, de aquel dolor punzante, del calor horrible que se concentraba en sus huevecillos. Andrés se metió la mano por detrás, dentro de los pantalones y descubrió, con asombro, que los calzoncillos los tenía perfectamente colocados. El dolor era atroz. Le dolían los huevos y el ano le abrasaba. Notó que algo áspero y seco se le metía por el culo. Andrés se puso realmente nervioso y empezó a agitar las manos, como pidiendo ayuda. La gente no parecía darse cuenta del mal rato que Andrés estaba pasando y se limitaban a pasar de largo con miradas curiosas y como buscando una cámara oculta. Andrés se cayó al suelo. La lengua se le había secado por completo y una tos horrible le amartillaba la garganta. Andrés, a cuatro patas sobre el frío pavimento, intentaba expulsar lo que le oprimía la garganta metiéndose las manos en la boca. La gente a su alrededor, pareció percatarse de que Andrés no estaba fingiendo y algunos le ofrecían su ayuda. Andrés, les miraba con la cara roja y los ojos desencajados. Andrés se asfixiaba. Algo de textura algodonosa le vino a la boca en una arcada sorda y lo intentó escupir. De su boca empezaron a salir bolitas de pelo, parecidas a las de los jerseys malos y viejos, que caían al suelo lentamente y con dulzura. Andrés arropado ahora por una multitud, con la cara roja por la asfixia, cogió una de estas bolitas y la miró entre ataques de tos seca y lastimosa. La bolita, azulada, se movía en la palma de su mano. Correteaba de un lado para otro mientras crecía poco a poco con cada vuelta que ésta daba sobre sí misma. Andrés observó con pánico como las otras bolitas que estaban en el suelo, hacían lo mismo, corretear y crecer. Andrés no podía creer lo que estaba viendo e intentó levantarse. Intentó huir. Cuando se estaba apoyando en la decena de manos que intentaban ayudarle, otra arcada horrible le hizo caer al suelo de nuevo, y escupió, poco a poco y con miserable angustia, un trozo de tela a cuadros azules y verdes. Andrés reconoció la prenda de inmediato. Eran sus gayumbos. Los que se había puesto debajo de los Long John aquella mañana. Andrés notó cómo las manos que intentaban ayudarlo se apartaban con horror. Andrés levantó la vista y observó miradas de desprecio, asco y miedo en las caras de las personas que intentaban ayudarlo. Miró los gayumbos que acababa de vomitar, y le sorprendió ver que estaban perfectamente secos.
Andrés sentía un alivio tranquilizador ahora que podía respirar libremente. Se incorporó. La gente le miraba asqueada mientras se apartaban poco a poco. Andrés, sin embargo, se encontraba bien. Ligero, como si todo el peso de su cuerpo hubiese desaparecido. Andrés no sentía ni calor ni frío. Se quitó los pantalones. Alguien le cogió del brazo para interesarse por él. Andrés notó que su brazo se había convertido en algo blandito. En algo acolchado y suave. Intentó remangarse el Long John y descubrió con asombro que no podía. Su piel se había convertido en un 60% de algodón y un 40% de Polyester. Notaba pelusillas en sus sobacos y fibras microscópicas de tejido algodonoso crecerle y acariciarle las mejillas. Se palpó. Se apretó la barriga y descubrió que estaba relleno de lo mismo que las almohadas viejas, las de las casas de los abuelos. Se tocó los huevecillos. Nada. La gente empezó a mirarle raro, con extrañeza. Alguien llamó a una ambulancia. La piel de Andrés se estaba convirtiendo en un tejido parecido al de las camisetas interiores. Entre blanco y amarillo. Alguien empezó a gritar. Andrés empezó a correr. Nadie intentó detenerlo y andrés descubrió con asombro que sus movimientos eran suaves, ligeros y delicados. No sabía a ciencia cierta si seguía siendo humano o si podría considerarse como tal. Se había convertido en un ser achuchable, en un hombre de algodón. No sabía a dónde ir ahora. No tenía certeza de poder volver a su pequeño pisito del centro de la ciudad, o si por el contrario, tendría que pasar las noches en un Toys R´Us el resto de su vida. Andrés tenía dudas acerca de su futuro y porvenir. Se preguntó si a partir de ahora tendría que bañarse en Mimosín o si sus hijos serían de peluche, si tendría que darlos en adopción a las ferias ambulantes, a algún puesto de escopetas o alguna tómbola que los regalaría en vez de los perros piloto. Andrés pensó en qué hacer con su vida. Pensó en dedicarse a la danza, en ser maniquí, dummy para las pruebas de coches o muñeco de atrezzo para el pasaje del terror. Andrés se maravilló con la cantidad de trabajos y posibilidades que se habían abierto de pronto ante él y por primera vez en algún tiempo, fue feliz. Andrés, por fin, era especial.

MGMT Kids (Soulwax Nite Version)

Las malas lenguas dicen que la gente no quiere ver a MGMT en directo porque son un poco flojunos y al parecer también, porque Soulwax sacó su versión de Kids para partirla un poco...

Tiene algunos meses... pero es un trallazo, qué se le va a hacer... Ala!! Llamemos a Marimar!!!


Bush se canta el Sunday Bloody Sunday de U2

Sin palabras... currazo de documentación...


21/1/09

Raspas y el coche a-topista


Un día fui Raspas.

Por la mañana Raspas tenía resaca, mala cara y aún conservaba un mapa casi cicatrizado de arañazos en la espalda. Misterios. Vestía unos cómodos pantalones de pintor de color negro, unas chanclas DC que le había regalado el Pappa Yisas, una camiseta blanca y unas gafas granates que se le rompieron un año después en el creamfields con gran dolor de su corazón. No era un atuendo muy elegante para ir por una ciudad tan pijeras como Santander un día de verano, cosa que le granjeaba bastantes miradas no tanto recriminatorias como asqueadas. Pero todo aquello a Raspas se la traía floja, suficiente tenía con seguir a sus tres amigos mientras con su dolor de cabeza y en movimiento trataba de compaginar la ingestión de un bocadillo de sardinas con una afanosa y atenta lectura del diario AS.

El AS en agosto es casi un folletito de apenas treinta páginas, pero como uno suele estar de vacaciones y tiene más tiempo, en lugar de hacer como el resto del año y leerse sólo los titulares y la información del Madrid, se lo empapa entero, de pé a pá. Raspas terminó de leer el periódico pero no estaba contento del todo, quizá fuera que sus ansias de información no habían quedado saciadas con tan escueto diario, quizá se tratara de una mala mezcla entre la resaca y el calor que ya empezaba a hacer, o quizá el problema consistiera en el ya extinto bocadillo que había pasado a ser una terrible bola en la garganta que ni pa atrás ni palante. Cosas de la deglutación compulsiva en movimiento.

El paseo continuaba. No es que el coche estuviera lejos, sino que la noche anterior habían llegado tan ciegos que nadie recordaba dónde lo habían dejado. Hecho que les traía desde hacía más de veinte minutos dando vueltas por las mismas calles con el consiguiente cante que pegaban y que, sumado a un aspecto del rollo homeless-ravero, les había hecho merecedores de la desconfianza general de los viandantes. Como Raspas pensó que aquello iba para largo decidió llegarse a un kiosko y comprar El Mundo y una lata de coca-cola que le ayudara a pasar el bolondrio, pero cuando llegó allí y cogió el mencionado periódico comprendió que era absurdo, que se estaba engañando a sí mismo…cayó en la cuenta de que tenía que contrastar las noticias. Reconsideró su elección y se alejó de allí dando un largo y revitalizante trago de coca-cola y con un flamante ejemplar del Marca bajo el brazo. Raspas empezaba a estar contento.

Al fin llegaron al coche y pusieron rumbo al lugar que tenían prefijado; era aproximadamente una hora y algo de camino hasta la playa de Oyambre, disfrutando del paisaje, yendo con la calma. Raspas abrió el Marca y lo extendió sobre sus piernas, y antes de comenzar su lectura sacó otros dos papeles que colocó en forma de L. Píctor, el conductor, lo miró realizar esta operación y supo al instante que el viaje era cosa hecha.

La playa de Oyambre es cojonuda. En cuanto llegaron supieron que no habían errado el tiro yendo hasta allí. Raspas dejó la toalla, se dirigió directamente al agua y aunque siempre ha sido un tipo friolero entendió que debía zambullirse y nadar un rato, que le vendría bien. Raspas se adentró en el mar corriendo hasta que el agua le impidió continuar a pie y hubo de lanzarse a nadar. Al principio pensó que no fue buena idea cuando los huevos se le contrajeron con dolorosa celeridad hasta quedar reducidos a dos testimoniales canicas, pero en lugar de entregarse a la queja y el lamento, Raspas pensó, no supo por qué, en la maravilla de la ingeniería que resultaban ser los cojones y que, aparte de ser feos como poyuelos de loro, son la leche de listos, viven fresquitos fuera del cuerpo y cuando tienen rasca vuelven a casa. Raspas llegó a pensar que era algo casi conmovedor.

Pero la playa de Oyambre resultó ser también mágica. Allí vio aparearse a dos leones marinos, vio su danza de cortejo, escuchó el lenguaje leonmarinil y guardó aquella imagen en la retina consciente en aquel mismo instante de que nunca podría explicar a nadie, con toda la intensidad necesaria, la profunda y agradable sensación de bienestar que sintió en ese momento. Luego raspas volvió a tener ocho años, jugó a la pelota con su fantasma y con otro amigo durante más de una hora y luego, cuando echó la vista hacia el mar, vio emerger de él un atlante bondadoso con el orbe terráqueo sobre los hombros y una maraca en cada mano. Lo de las maracas no lo entendió muy bien, pero lo que le restaban en grandilocuencia y seriedad, se lo devolvían con creces en afabilidad y espíritu de cachondeo. Era un atlante atípico.

Después comieron todos algo salvo Raspas, que para eso era Raspas, y volvieron despacio hasta el coche. La tarde iba ya cayendo y se esperaba una noche divertida cuando se juntaran con el resto de la manada a la que muy de mañana habían dejado durmiendo un merecido sueño en la casa que tenían alquilada.

Mientras circulaban por las carreteras de Cantabria de vuelta a Santander, Raspas bajó la ventanilla, contento con el día que había tenido hasta entonces. Un aire templado le golpeaba la cara, con la violencia justa y una canción que nunca había escuchado hasta entonces sonaba a todo trapo por los altavoces. Raspas pensó que era la canción perfecta para ese momento, se sentía bien con aquella mezcla de estímulos. De modo que cuando la canción terminó, metió de nuevo la cabeza en el coche un poco sonado por el ruido del viento contra los oídos y pidió por favor que volvieran a repetir esa canción. Nadie puso pegas. Después de aquello, cada vez que la canción terminaba, un dedo se acercaba al botón y la volvía a poner, ya sin preguntar. Era un vínculo que flotaba en el aire entre los cuatro amigos, que no hablaron ni una sola palabra en todo el viaje. No era necesario. Cada uno a su manera estaba disfrutando de la misma intensa alegría.

Esa sensación de libertad que otorga la perspectiva de doce días más de vacaciones; cuando ya eres lo suficientemente adulto para saber que el tiempo, con su psicótica manera de hacerlo, pasará, y sabes que cualquier vez puede ser la última vez en que las cosas sean hermosas de ese modo, antes de que los falsos imperativos de la edad o de las supuestas necesidades lo echen todo a perder.

Casi ha pasado un año y medio desde entonces y las cosas efectivamente han cambiado. Nunca he vuelto a ser Raspas, las cosas no han vuelto a ser hermosas de ese modo; aunque casi. Supongo que es lo suyo.

Evoco todo esto porque hoy Píctor me ha dicho que se tiene que desprender del coche; culpa de la crisis, las empresas, las fluctuaciones de la economía mundial…el mercado de divisas. Y también de Solbes, que, por otra parte, vaya tela.

Ahora este coche, nos consta, lo cogerá un abogado pichafría, niñato y cachigordo, Un pibe gris que no sabrá que este coche siempre hablará de Raspas, de Pictor, de los leones marinos y los atlantes. Ya nadie va a llevarle al Creamfields, ni al Weekend, ni tamoco als playas de Oyambre o de La Lanzada; ya nadie temblará de pura emoción dentro de él. No de esa manera.

Este inerte cacho de metal al que sólo nosotros le hemos otorgado la vida y el alma que tiene, nos va a echar mucho de menos, casi tanto como nosotros a él. Sólo espero que de algún modo sepa que, aparte de Raspas, somos muchos los que le llevamos para siempre en el corazón.

Adiós amiguete.

Life´s For Sharing (T-Mobile)

Imagina un día de esos que no tienes ganas de hacer ná, un día cualquiera, un martes por poner un ejemplo, de camino al curro, tú ahí medio adormilao en Atocha buscando tu tren, y de pronto empiezan a poner música a todo trapo por megafonía. Primero, claro está, te acojonas, y luego, empiezas a ver a gente a tu alrededor que se pone a bailar. Y tú, por supuesto, te unes al sarao. Esto es lo que ha hecho la agencia Saatchi & Saatchi London para T-Mobile, en la estación central de Liverpool con varias decenas de extras y bajo el claim "Life is for Sharing" (La vida es para compartir). Por aquí, nos encanta desde luego... menudo fiestón, oye...